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tamboron, alrededor de cuyo redoble se va Soniendo la gente, empezando por los chicos del barrio siguiendo por las doncellas y criadas, cestos al ¿no continuando por los ociosos y acabando por los vecinos que coronan los balcones.

Tiene usted veinticinco mil razones, y si alguna le folia vo se la doy tamban y de buen grado, que esto cuesto poco, y á mí, aunque no me sobra mucha con los acontecimientos de que soy héroe y víctima, la razón por otra parte, nunca me ha faltado, que á faltarme estaría ya como un habitante de la Casa de Fieras' como íion Quijote cuando volvió encantado á su aldea.

Queria decir que mi novia, yo tengo novia, ya lo saben ustedes, se había ausentado de Madrid; había tomado su familia el tren de las siete de la mañana, y me había quedado yo, aunque de día y en Madrid, á la luna de Valencia.

¿Qué hacer en tan aflictiva situación? ¿Cómo remediar tamaña desgracia? ¿Cómo resignarme á un golpe tan rudo cual era mí porvenir, en vista de que no podía ver á mí adorada? No me quedaba mas que un recurso que se muestra bajo dos fases distintas, ó matar el tiempo, ó fumar con la resignación de un otomano. ¡Ali! ¡el tabaco! el tabaco es el consuelo de los aburridos, por eso, os he hecho su panegírico, por eso us he hablado de lo que es echar un cigarro. Sin embargo , yo no podía emplear ese antidoto contra mi desesperación. Habia para ello un pequeño inconveniente. No fumo. (Sí continuará).

F. DE ZüLUETA.

ALBUM POETICO.

En cumplimiento de lo ofrecido, iii:ertamos la siguiente composición del libro Notas graves y Notas agudas, en que su jóven autor describe con cuatro "ráficas pinceladas varías escenas del ridículo cerenionial que se observa en algunas de las costumbres actuales.

LAS VISITAS.

VISITA FRUSTRABA.

—¿lista el señor? —No lo sé. —Vaya usté á ver... — Ya lo he visto. Me ha dicho que no está en casa. —¡Ya! ¿conque él mismo lo ha dicho?... —No, señor; él no, es que... vamos... —Dígale usted que he venido, cuando vuelva. — Está muy bien. —Que siento no haberle visto. —Asi lo haré. — Y que mañana volveré. — Bien. —(¡Ya he cumplido!)

II.

VISITA DE ENCARGO.

En la puerta. —La señora doña Rita de Cienfuegos y Valona, esposa que fue de un conde natural de Zaragoza, ¿no vive aquí?... — Sí, señor. ¿Voy á avisar?... — Sí , señora, ü-n el salón. —Caballero... —Beso á usted... ¿Usted será... —Juan Cardona, Que viene en este momento ( e la invicta Zaragoza, y que trae una visita de don Luís. • —¿Gil? — Sí, señora. —Agradezco la molestia... -No es molestia, es una honra... -¿Y cómo sigue Luisito? ~(¡ Ahora se va á armar la gorda!... yo no conozco á este Luís; es un nombre que Carlota •ne ha dicho sin darme señas...) Señora... bien... ¡cómo engorda!... — i Ah! pues eso le conviene. —Pero... ¿y Carlota... la polla? r-^jtará en tí| tocador. ¡t.arlüláá;í! juini! -(¡Qué broma!) — Sal, que hay aquí un caballero que viene de Zaragoza. — Voy, mamá. — Dispense usted... — ¡No faltaba mas! — Carlolááá... —Ya estoy aquí... — Señorita... — (¡Mi novio!) — No seas tonta... niña, ¿por qué no saludas? — Beso á usted... — (Está muy mona.) —¿Ha visto usted qué crecida? . — Es toda una buena moza... Ya me decía Luisito... — Y diga usted, doña Rosa ¿se curó ya aquella herida? —(¡Y quién será esa señora!) La... herida... — La de la pierna. — (Estoy por dejarla coja.) No... señora, todavía va con muletas... Señora. — ¿Se va usted? — Sí, sí es que usté. le.; no me mandan otra cosa; tengo que hacer. — Pues... don Juan, esta casa está... — Señora, vendré á molestar á ustedes algunas veces... Carlota, estoy á los pies de usted. (Ya entró en tu casa, pichona.)

III.

VISITA DE PÉSAME.

— ¿Está usted mas consolada?... — ¡Ay!... ¡Gállese usted por Dios!... (una pausa de medía hora: unos lloran, otros no ; éste calla y mira al suelo, aquel habla á medía voz.) — Esto no tiene remedio; señora, resignación... — ¡Sí no puedo acostumbrarme! — ¡Ay, mamá, tampoco yo! (Otra pausa ; todos piensan en aquel que se murió... la hija se amonta mucho porque no verá... á su amor en muchos días; la madre porque no ha tenido opción á la viudedad; el tio porque es un tío feroz que sacaba del difunto mucho partido... ¡qué horror! pero todos disimulan porque yo delante estoy.. ) — Señora, pues ya su esposo de la presencia de Dios estará gozando ahora, cuídese usted por favor... que si no, va usté á seguirle sí sigue tanto dolor... — Era muy bueno mi Cárlus. — ¡Sí no digo yo que no!... Acompaño á ustedes todos en el sentimiento. —¡Adiós!!!

IV.

VISITA INTEMPESTIVA.

- Señora... ¡ay! usted dispensé, está usté á medio vestir... — No le hace, salgo al momento; esa muchacha es así, tan salvaje... (La señora se va al cuarto de dormir, cierra las puertas vidrieras, porque se ve por allí algo que ataca al olfato y que no huele á jazmín; se mete aprisa las medias, recoge la ropa, y se quita la papalina y la bata de dormir... se coge el pelo y se pono el vestido de organdí; apaga la lamparilla, cierra el balcón, y por íiu sale de nuevo á la sala en donde está aquel clandy, . tapando con su pañuelo los huecos de la nariz.) — He tenido mucho gusto... — Todo el (insto es para mí... (y lambieii todo el olor...) Anoche llegué á Madrid, y tengo, señora, el tiempo muy tasado... —Pues... en fin, dígale usté á su papá que no deje de venir... — Hoy mismo le escribiré... (que no vuelva por aquí.)

V.

MSITA DE CUMPLIDO.

— ¡Ojalá que haya salido! ¿está en casa? — Pase u -té. (Media horita de plantón, y mirando á la pared, y á los cuadros, y á las sillas, y hasta el juego de café.) — Caballero... — ¿Usted tan buena? — Gracias; ¿y usted? — Gracias, bien! — ¿Aquel caballero bueno? — Sí, gracias... (Pausa.)— ¿Y usted no ha vuelto á estar delicada? —No, señor. (Pausa otra vez.), — ¿Pero ha visto usted qué tiempo? —¡Sí esto es atroz, sí esto es...! — ¡Tiene trazas de seguir! — Eso sería cruel. (Pausa.)— ¿No va usté al teatro? — Sí, señor, alguna vez. ¿Usted no va? — Yo, muy poco... la otra noche la vi á ustéí . (Pausa larga. )~Yo celebro haber tenido el placer de ver á usted. — Muchas gracias. — Estoy á los píes de usted.

Ricardo Sepúlveda.

TIPOS SOCIALES.

LA CONCIENCIA DEL SEXO.

Pocos son en el mundo los que tienen la conciencia de su edad , la conciencia de su posición social y ¡a conciencia de su sexo. Pero hablemos en términos menos absolutos, y en lugar de decir que son pocos los que tienen estas conciencias , digamos que son muchos los que de ellas carecen. Tantos son, que resumen en sí la responsabilidad de casi todos los achaques sociales de que adolece el género humano. Se puede decir que, c esde Planto hasta nuestros días, son los tipos que se han ofrecido principalmente á la pedestre musa y á los pintores de costumbres para escitar su vis cómica.

¿Hay alguna ridiculez que mas se preste al lápiz de un caricaturista ingenioso que los viejos verdes y los mozos maduros, los ricos avarientos que se hacen el pobre y los pobres fachendosos que se hacen el rico, las mujeres varoniles y los hombres afeminados?

De todos esos tipos nos ocuparemos un dia ú otro. Por hoy debemos imitarnos á llamar la atención sobre las mujeres que carecen de la conciencia de su sexo.

¿Quién, a ver á una mujer dedicada á las rudas faenas del campo ó á los profundos trabajos del espíritu , no huye azorado con la velocidad del anemodromo , gritando como un exorcista: Fugite partes adversa?

Una mujer que caza, que maneja la pistola ó el florete, que monta á caballo, aunque sea á mujeriegas, ó que tiene algunos pespuntes de literata, no es mujer, es una apóstata de su sexo. Las literatas, sobre todo, inspiran á un tio nuestro tal antipatía y aversión qun, tan hombre como es , suele decir á sus diez hijos que prefiere á que se casen con una literata que se casen con otro hombre. Es seguro que si tuviese el ingenio de M. Alfonso Karr, se le hubiera ocurrido decir, como al célebre novelista, que las mujeres literatas producen á la vez dos males, siendo uno de ellos el aumentar el número de libros y el otro el disminuir el número de mujeres.

Pero esas apreciaciones rebuscadas, que revelan el gracejo del que se las permite y no deben considerarse como hijas de una convicción íntima, son en nuestro concepto muy exageradas. Confesamos, no obstante, que aunque en la mano de una mujer está mejor una pluma que un látigo ó una azada , mejor está que una pluma, una sombrilla ó un abanico, y mejor aun una aguja ó la cuenta de la lavandera.

Los penosos ejercicios corporales é intelectuales desmujerízan á la mujer, la virilizan; adulteran y borran los atributos de sil sexo, |iníluye¡ulo, no sólo en el