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mado justicia mayor, después de examinar atentamente el cadáver de su magestad, rompe el bastón de mando y lo arroja á los pies del féretro esclamando: «¡El rey ha muerto, viva el rey!»

Alfonso Calderón y Roca.


No há muchos dias anunciaron los periódicos la próxima terminación de un poema en que se ocupa el celebrado autor de las Doloras. Este poema, del cual conocemos parte, está destinado á llamar poderosamente la atención del público, asi por la profundidad del pensamiento filosófico que le sirve de base, como por la manera originalísima con que se va desarrollando en la interesante serie de sus episodios, en los cuales alternan y contrastan los afectos apacibles, con lo mas dramático y sombrío que puede ofrecer la poesía. El poema se divide en cantos, y cada uno de ellos, sin romper la unidad de la obra, tiene un fin especial. Dos de los personajes principales, Paz y Honorio, recorren el espacio infinito, donde encuentran castigo los siete pecados mortales, en otros tantos astros invisibles. En cada uno de ellos se dirigen á uno ó mas condenados, preguntándoles su historia, lo cual da motivo al poeta para describir con una maestría en la forma y una verdad en el fondo, que á veces espanta, los vicios capitales del mundo.

Hoy tenemos el gusto de anticipar á nuestros suscritores, la lectura del episodio, cuya narración pone el autor en boca del condenado á purgar la ira en el astro correspondiente, reservando para mas adelante la de algún otro que, si no le aventaja, no le cede en belleza.

DON FERNANDO RUIZ DE CASTRO. —

«Mi esposa Estefanía, que está en gloria,
fue del sétimo Alfonso hija querida:
desde hoy sabréis al escuchar su historia
que hay desgracias sin fin en nuestra vida.

»Yo la maté celoso; y si remiso
no me maté también la noche aquella,
fue por matar después si era preciso
á todo el que, cual yo, dudase de ella.

«Cierto conde don Vela á Estefanía
la profesó un amor que ella ignoraba;
y Fortuna, una dama que tenia,
al don Vela á su vez idolatraba.

»Por las noches, Fortuna, artificiosa,
mientras su dueña se entregaba al sueño,
disfrazada y fingiéndose mi esposa,
hacia al conde de sus gracias dueño.

»En mi parque, una noche, Inicia una umbría
llegar vi á una mujer y á un hombre á poco;
luego el nombre al oir de Estefanía,
¡ay! yo pensé que me volvía loco.

«Torno á escuchar de Estefanía el nombre;
por vengarme mejor mí rabia aplazo;
mas vi después á la mujer y al hombre
confundirse los dos en un abrazo.

»Y—¡En guardia!—grito al hombre; él se prepara,
le acoso airado y con valor me acosa,
y mientras mato al Vela cara á cara
huye la infame que creí mi esposa.

»Dejo allí al conde atravesado el pecho,
y persiguiendo á la mujer que huia,
vi á la luz de una lámpara en su lecho
dormida dulcemente á Estefanía.

«Aquel sueño de paz juzgo fingido;
la despierto, me ve, me echa sus brazos;
y con mi daga entre ellos oprimido
hice feroz su corazón pedazos.

—«¿Me matas?» dijo; y contesté:—«De celos!»
—«¡Loco!» gritó: y al ver que me abrazaba,
—«¡Cuál te amaba!»—esclamé, y ella á los cielos
miró y dijo al morir:—«¡Cuánto me amaba!»

«Sentí luego una puerta que se abría,
y al resplandor de la naciente luna,
con el trage salió de Estefanía
cual siniestra sonámbula Fortuna.

—«¡Bárbaro! -dijo,—la mujer que ha huido
no es tu esposa feliz que muere amada;
yo soy quien disfrazada he recogido
el precio vil de una pasión robada!

«Perdona, Castro, la demencia mia;
te dejo honrado aunque de angustia lleno:
y pues muere entre sangre Estefanía
es muy justo que yo muera entre, el cieno.»—

»Y asi diciendo, del balcón abajo
se echó Fortuna de cabeza al rio,
y al ruido que hizo al recibirla el Tajo
bañó todo mi cuerpo un sudor frió.»—

Era de Castro la amargura tanta,
que al furor reemplazando la tristeza,
ronca la voz y seca la garganta,
cayó sobre su pecho su cabeza.

Y concluyó:—«¿No es cierto que debía
matarme yo también la noche aquella?
Mas, si faltase yo, ¿quién mataría
al que dudase de mi honor y el de ella?.»—

       Ramón de Campoamor.

La mujer del ciego, ¿para quién se afeita?

Cansada Narcisa de agitar la campanilla de plata que sobre la mesa de su tocador había, levantose impaciente y se fue como una pólvora en busca de su doncella; porque Narcisa era una pólvora... para mandar. Filomena estaba haciendo lo que es costumbre en las domésticas que presumen de bonitas y desean que no se ignore; estaba asomada a un balcón, luciendo su gracioso busto y anunciando mudamente, a guisa de cartel, la mucha necesidad que de novio tenía, o si lo tenía, su ansia de ver al que era dueño y señor de sus pensamientos. Vacante u ocupada la plaza, lo cierto es que un mozo de chaquetilla corta, pantalón ajustado, gorra de visera y ricito sobre las sienes, más pegado que oblea a una esquina de la calle, hacía rato que no quitaba ojo del balcón.

—¿Está usted sorda, Filomena? dijo Narcisa a la doncella.

—Señorita, si es que... no había oído.

–Ustedes nunca oyen; es casualidad.

—Señorita, si es que...

—¿Ha salido el amo?

—Sí, señorita.

–¿Y Pascual?

–También, pero volverá pronto: ha ido al colegio por el niño. ¿Mandaba usted algo?

–Venga usted a vestirme.

No se crea que Narcisa estuviese desnuda, ni mucho menos: lo que iba a hacer era a despojarse del elegante negligé que hasta la hora de recibir visitas o de salir a la calle solía llevar en casa.

Siguiola Filomena, entraron en el tocador, y después de mirarse bien al espejo el ama, exclamó:

–¿Qué tal me sientan estos rizos?

—Divinamente, señorita, ¿Cómo dice usted que se llama ese peinado?

–A la Valliere.

—¿Qué es eso de la Valliere?

Narcisa explicó a la doncella quién fue la Valliere, añadiendo unas cuantas noticias biográficas de la Dubarry, la Pompadour y otras célebres cortesanas, porque en esta clase de conocimientos históricos era una notabilidad. Reanudando luego la conversación interrumpida, exclamó:

—La peinadora me ha dicho que daré golpe con este.

—Eso creo yo; repuso Filomena.

–Pues usted y ella —replicó Narcisa, más como quien apoya como quien niega—son unas aduladoras. He preguntado a usted, porque me parecía más franca que ella, y me he llevado chasco.

—Si otra cosa dijese yo, señorita, faltaría a la verdad.

Plenamente satisfecha Narcisa del mérito de su peinado, abandonó su cuerpo a la doncella, para que lo vistiese de arriba abajo. No describiré los pormenores de esta operación importante en la vida de la joven casada; pero debo manifestar que Filomena quedó, de sus resultas, sofocada y sudando a mares: del ama, no se hable; apenas podía respirar, ni moverse, y aun hubo momento en que su rostro, pálido a fuerza de blanquete, adquirió un color rojo amapola y luego lívido que daba grima verla. Su cintura parecía próxima a quebrarse como la de una avispa, gracias al corsé, cuyos cordones apretó Filomena casi hasta romperlos: las botitas estaban a punto de reventar, a causa de los pobres pies que, cruelmente aprisionados en ellas, pugnaban por despedazar los muros de su cautiverio. Menos hacía por su libertad el alma de Narcisa, amarrada al yugo de una pasión de que pocas mujeres triunfan cuando las elige por víctimas: la vanidad.

Luego que Narcisa se hubo mirado y remirado al espejo, por delante, por detrás, por derecha y por izquierda, fijó los ojos en el reló que encima de la chimenea estaba, y dijo sorprendida:

—¡Las dos ya! ¡Cómo vuela el tiempo! No hay día para nada. Es imposible que este reló ande bien.

Y sin embargo, el reló de la chimenea andaba perfectamente: algo mejor que la vida y las costumbres de Narcisa. Tres horas largas había invertido ella en su toilette, tres horas que se le hicieron momentos, lo cual prueba que las pasó a gusto, que a no ser así buen seguro se le hubieran antojado siglos.

Volvió Pascual del colegio con el niño, preciosa criatura, que se abrazó a la falda del vestido de su mamá, levantando la cabecita y pidiéndola con tiernas miradas un beso. La mamá quiso dárselo pero no permitiéndole la tiranía del corsé bajarse hasta tocar con los labios la hermosa frente de aquel ángel, o temiendo acaso que se le descompusieran los pliegues de la falda que ella había arreglado con minucioso esmero, contentose con sonreírle. El otro niño de Narcisa, pues era madre de dos, estaba enfermo, pero ella lo encomendaba siempre que salía, lo mismo que estando en casa, al cuidado de la doncella y de la criada, y esto la tranquilizaba.

–¿He de acompañar a usted, señorita? la preguntó Pascual.

—Sí.

—Pascual murmuró entre dientes: «¡Buena vida!» Filomena dirigió a Pascual una mirada de inteligencia que podía explicarse de este modo:

—¡Qué arreglo de casa!

Ama y criado salieron. Filomena se asomó otra vez al balcón de su cuarto, y el niño, por ver a su mamá, hizo lo propio en uno de los de la sala, empinándose tanto sobre las puntas de los pies, que de cintura arriba quedó su cuerpo fuera de la barandilla: a poco mas, cae de cabeza a la calle.

No le ocurrió a Narcisa alzar los ojos, y así no pudo ver el riesgo de su hijo, y si le ocurrió no lo hizo, porque desde el momento de pisar la calle que era una de las principales de Madrid, robaron toda su atención varios conocidos que por ella pasaban, y a cuya finura debió algunas frases halagüeñas, flores cultivadas en el jardín de la galantería, sobre el que la influencia de las estaciones es nula, pues en invierno igualmente que en verano las produce lozanas, frescas y olorosas: el perfume intenso de algunas llega, en ocasiones, a desvanecer a mujeres impresionables o débiles; y Narcisa, en este punto, se hallaba muy lejos de presumir de fuerte.


II.

Dieron las tres, dieron las cuatro y la dama no volvía. No era fácil que volviese tan pronto. Recorrió las lujosas tiendas de las calles de la Victoria y Espoz y Mina; entró en las perfumerías de Fortis y de Frera ajustó en la joyería de Samper una sortija; habló largamente con madama Carolina de los trajes de la estación, empleando el galimatías técnico que los periódices especiales usan y que las mujeres a la moda aprenden con maravillosa prontitud: nombró, por ejemplo, el broché, el guipure, el fulard, el reps, el moiré, el bavolet, el agrement, los rulós, el punzó, los madapolanes. Oyéndola hablar de bridas, hubiera creído un profano que se trataba de refrenar alguna jaca viciosa, cuando con ello se significaban simplemente las cintas del sombrero: en punto a colores, llamaba marrón al que los que nacemos en esta tierra de garbanzos llamamos color de castaña, siendo para la última palabra, más inteligible y más bonita que la primera, la cual involuntariamente nos recuerda el nombre de cierto cuadrúpedo nada bello ni limpio.

Examinando telas y alhajas en aquellas tiendas y almacenes, tuvo el placer de saludar a varios amigos de uno y otro sexo, que, lo mismo que ella, los frecuentaban. Allí vio a Loreto, morena de los trópicos, que tenía dos brasas por ojos y un volcán por corazón, a Eladia, semejante a una estatua hecha de un trozo de hielo del Océano glacial: allí a Valentín, mancebo temible, no por la gallardía de su figura, ni por el poder de su talento, que de una y otro estaba huérfano, sino por la audacia de su cinismo: allí a Cándido, el más feliz de los mortales, por la creencia de que todas las mujeres agonizaban de amor por él, y de que era el terror de los maridos.

En tanto que tan útilmente aprovechaba el tiempo Narcia, don Prudencio, su padre, se entretenía con el niño que Pascual había traído del colegio.

Era don Prudencio uno de estos hombres que, sin volver por sistema la espalda a lo nuevo, así como ningún hombre cuerdo vuelve por sistema la espalda al sol que nace, resistíase, no obstante, a admitir ciertas prácticas de la vida moderna, por creerlas perjudiciales al buen orden y a la ventura domésticos. Así es que, mientras Narcisa permaneció bajo su tutela, viose obligada a tascar el freno con que don Prudencio contuvo siempre en límites convenientes ciertos naturales instintos de independencia, impropia de una juiciosa hija de familia. Pero no bien salió de la patria potestad, dijo: «Ancha Castilla», y a la sombra de la tolerancia de su marido, que apasionadamente la amaba, y a quien con igual afecto correspondía ella, buscó el desquite de la sujeción, a su juicio extremada, en que se la había tenido, abandonándose de lleno a sus impulsos irreflexivos. Desde entonces pudo decirse de ella, con razón, lo que de tantas otras; que era forastera en su casa. Las visitas, los bailes, los teatros, la iglesia, las compras, todo sirvió de pretexto o de motivo al culto ciego de su persona física y a sus escapatorias. De un glotón se dice hiperbólicamente que hace subir en el mercado el preció de los artículos alimenticios: hubiera sido curioso averiguar si desde que ella se casó, había subido el de los aceites, esencias, pomadas, jabones y cosméticos en general. En la casa no había orden ni concierto en nada. Los criados seguían el ejemplo del ama, esto es, de la persona de quien mas inmediatamente dependían; que en el gobierno íntimo del hogar la mujer es el jefe, y ya se sabe que como canta el abad responde el sacristán. Lo más peregrino del caso era que Narcisa, tan amable, tan fina, tan complaciente con los extraños, se considerase dispensada, hasta cierto punto, de mostrar estas mismas atenciones con su marido, sin que por ello se presuma que fuese culpable de faltas graves. Su conciencia estaba tranquila y serena como un lago en noche de calma; pero