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V. Blasco Ibáñez

Pero tiene que olvidarse de su compañero para dar gracias, con una cortesía de otros tiempos, á alguien que le toma la maleta é intenta levantar al viejo.

Es la muchacha ácida, que da órdenes y empuja con irresistible autoridad.

Ahora reconozco que no lo pasará bien el primer hulano que entre en su calle. Con un simple ademán limpia de gente una parte del banco, para que se instalen con amplitud los dos ancianos.

Queda espacio libre, pero yo me guardo bien de volver á sentarme. No quiero recibir un bufido con acompañamiento de varios nombres de pescados deshonrosos.

Sin duda la presencia de estos viejos ha resucitado en la memoria de la muchacha la imagen de otros viejos largamente olvidados.

La trémula Baucis da explicaciones. Dos días en ferrocarril. Han huído con todo lo que pudieron llevarse. Su última comida fué en la tarde del día anterior; pero esto no les aflige: los viejos comen poco. Lo que les aterra es el cansancio. Llegaron á las diez: ni un carruaje, ni un hombre en la estación que quisiera cargar con sus paquetes. Todos están en la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.

—Tenemos en París unos sobrinos—continúa la anciana.

Pero se interrumpe al ver que Filemón se ha desmayado, precisamente ahora que descansa. Los curiosos del bulevar, que esperan siempre un suceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora empuja é insulta, sin dejar de ocuparse de los viejos.

—¿Y viven cerca los parientes?

—Plaza de la Bastilla—contesta Baucis, que no sabe dónde está la plaza.

Un murmullo de tristeza; un gesto de lástima. Todos