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V. Blasco Ibáñez

para explotar su desinterés. Un rezumamiento de líquido azucarado en los bordes del brocal denuncia los placeres divinos de su recogimiento. Los importunos alados zumban pedigüeños en torno de la cigarra, interrumpiendo su musical embriaguez; pero los más temibles de estos intrusos son las hormigas, bestias de un egoísmo desvergonzado y arrollador. Las más pequeñas se deslizan por debajo del vientre de la cantora, que, bonachona y tolerante, levanta las patas traseras para no estorbar su camino. Las grandes se estremecen de cólera, beben en los raudales que se escapan del pozo, se alejan para dar un paseo inútil por las ramas y regresan, cada vez más inquietas y agresivas. Al fin, atacan á la dueña de la fuente, pretendiendo expulsarla para aprovecharse de su trabajo. Muerden al músico en el extremo de sus patas, le tiran de las alas, montan sobre su dorso para pellizcarle las antenas. Algunos bandidos más audaces se apoderan de su trompa de succión é intentan extraerla del pozo....

Interrumpo al naturalista. Veo de pronto á los genios despreciados por las muchedumbres que luego se apropiaron su gloria con un orgullo nacional; veo á todos los artistas que abren fuentes de idealismo para la turba grosera, é inmediatamente quedan expulsados de las márgenes de su obra; veo á los poetas de la acción que derriban muros tradicionales, y nunca son los primeros que entran por la brecha, pues los sobrepasan los hábiles que se ocultaban á sus espaldas, prontos á aprovecharse del esfuerzo.

—¡Lo mismo que en la vida humana!—exclamo con asombro—. ¡Igual que entre los hombres!

—Sí; igual que entre los hombres—contesta el naturalista, y continúa su relato.

La cigarra es un elefante comparada con la hormiga,