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V. Blasco Ibáñez

¡Tac!... ¡tac!...—marcaba el capitán, evocando ante mi esta escena de horror.

Acudían arrastrándose sobre manos y pies; surgían como larvas de las sombras de los rincones; se apelotonaban contra sus piernas. Él había intentado volver la cara para no presenciar su obra; los ojos se le llenaban de lágrimas.... Pero este desfallecimiento sólo servía para herir torpemente, repitiendo los golpes y prolongando el dolor. ¡Serenidad! ¡Mano fuerte y corazón duro!... ¡Tac!... ¡tac!...

—¡Hermano, á mi!... ¡A mí!

Se disputaban el sitio, como si temieran la llegada del enemigo antes de que el fraternal sacrificador finalizase su tarea. Habían aprendido instintivamente la postura favorable. Ladeaban la cabeza para que el cuello en tensión ofreciese la arteria rígida y visible á la picadura mortal. «¡Hermano, á mí!» Y expeliendo un caño de sangre se recostaban sobre los otros cuerpos, que iban vaciándose lo mismo que odres rojos.

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El bar empieza á despoblarse. Salen mujeres apoyadas en brazos con galones, dejando detrás de ellas una estela de perfumes y polvos de arroz. Los violines de los ingleses lanzan sus últimos lamentos, entre risas de alegría infantil.

El servio tiene en la mano un pequeño cuchillo sucio de crema, y con el gesto de un hombre que no puede olvidar, que no olvidará, nunca, sigue golpeando maquinalmente la mesa.... ¡Tac!... ¡tac!...