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EL PRINCIPE

soberano. Cuando este favorece a una secta mas que a otra, cuando reprime o ensancha demasiado al ejercicio público de ciertas relijiones, o cuando se mezcla él mismo en cuestiones de partido, no debe estrañar que el fanatismo encienda la tea de la discordia. El medio mas seguro de verse libre de las tempestades que el espíritu dogmatico de los teólogos suscita con tanta tenazidad entre los hombres, es mantener la preponderancia del gobierno civil en su mayor vigor, dejando a cada cual la libertad de su conciencia. El príncipe debe siempre ser rey y nunca monje.

En cuanto a las guerras relijiosas que se mueven en el esterior, debo decir que son el colmo del absurdo y de la injusticia. Salir de Aix la Chapelle para ir a convertir a los sajones con la espada como hizo Carlo Magno, o equipar una flota para obligar al sultan a que se haga cristiano, son empresas que no es posible calificar. La manía de las Cruzadas pasó ya, y ¡quiera el cielo que nunca vuelva!

En jeneral la guerra es tan fecunda en calamidades, son tan inciertos sus resultados y tan funestas sus consecuencias, que nunca son inútiles los esfuerzos que haga el soberano para evitarla. Las violencias que cometen las tropas en un pais enemigo son nada en comparacion de los males que amenazan a los estados del príncipe belicoso. Estoy persuadido que, si los monarcas tuviesen a la vista el cuadro fiel de las miserias que preparan a los pueblos con una simple declaracion de guerra, no serían insensibles a un espectáculo tan doloroso. Los reyes no pueden formarse una idea exacta de estos males que no conocen, porque su condicion les pone al abrigo de estas calamidades de la guerra. ¿Cómo es posible que sientan el peso de las contribuciones que agobian a los pueblos, la falta de la juventud trabajadora que cambia la azada par el fusil, el estrago de las epidemias que diezman el ejército, el horror de la batalla, la desesperacion del soldado mutilado, que pierde quizás con los miembros de su cuerpo el único instrumento de su industria, el dolor de la viuda y del huérfano y la pérdida de tantos hombres útiles al estado, que mueren antes de tiempo privando a la patria de sus servicios?

Los reyes que tratan a sus súbditos como si fueran esclavos, esponen sus vidas sin piedad y los llevan a la matanza con bárbara indiferencia; pero los príncipes que tratan a los demas hombres como a sus iguales, y que saben que el pueblo es un cuerpo, del que ellos son el alma, economizan siempre que pueden la sangre de sus súbditos.

Antes de concluir esta obra, ruego a los soberanos que no se ofendan de la libertad con que les hablo: mi objeto es decir la verdad, exhortar a los hombres todos a que practiquen la virtud, y no adular a ninguno. La buena opinion que tengo de los príncipes que reinan actualmente en el mundo, me hace creer que son dignos de escuchar la verdad. [1] Solo a un Neron, a un Alejandro VI, a un Cesar Borja o a un Luis XI, sería peligroso decirla. Gracias al cielo, la Europa se ve libre de semejantes monstruos; y el mejor elojio que puede hacerse de sus actuales soberanos es decir que un escritor se atreve a censurar las vicios que degradan a los reyes, y las leyes contrarias a la justicia.

  1. Escribia el autor en 1740.