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EL PRINCIPE

quieren con tanta facilidad como se conservan. La razon consiste, por una parte, en que no se consiguen si no es por el mérito o por la fortuna; y por otra, en que esta especie de gobierno se funda en las antiguas instituciones relijiosas, cuyo influjo es tan poderoso que el príncipe, de cualquier modo que gobierne, se sostiene sin mucho trabajo. Los príncipes eclesiásticos son los únicos que poseen estados sin estar obligados a defenderlos, y tienen súbditos sin tomarse el trabajo de gobernarlos; son los únicos cuyas tierras se respetan, y en cuyos vasallos no haya voluntad ni medios para substraerse de su dominio; en una palabra, son los únicos estados en que el príncipe encuentra felizidad y seguridad. Pero tambien, como se gobiernan por medios sobrehumanos y superiores al alcanze de nuestra débil razon, sería temeridad y presuncion necia en mí hablar de ellos.

No obstante, si se me pregunta como ha ido creciendo el poder temporal de la Iglesia desde el pontificado de Alejandro VI hasta el punto de infundir temor hoy dia a un rey de Francia, arrojarle de Italia y destrozar a los venecianos, siendo así que antes de esta época, no tan solo los potentados de este pais, sinó los simples barones y hasta los señores mas débiles, temían tan poco al obispo de Roma, principalmente en cuanto a lo temporal; no me detendré en responder siguiendo la relacion de varios hechos bastante conocidos sobre que no será inutil reflexionar.

Antes que Cárlos VIII, rey de Francia, entrase en Italia, la soberanía de este pais se hallaba repartida entre el rey de Nápoles, el papa, los Venecianos, el duque de Milan y los Florentinos; reduciéndose la política a impedir que ninguno de ellos se engrandeciese, y a que no penetrasen en Italia las potencias estranjeras.

El papá y los venecianos eran los mas respetables de estos estados, y hubiera sido necesario, para contenerlos, nada menos que una liga de todos los demas, como se vió en la defensa de Ferrara. En cuanto al papa, se servían de los barones romanos, que, hallándose divididos en dos facciones, los Ursinis y los Colonnas, tenian siempre las armas en la mano para vengar sus agravios particulares hasta en presencia del pontífice, cuya autoridad no podia menos de padecer entre estos elementos de una guerra intestina. Si alguna vez reinaban papas de un carácter bastante enérjico, como Sixto V, para reprimir semejantes abusos, la corta duracion de su pontificado no permitía que se destruyese la causa. Los esfuerzos de estos pontífices se reducian a humillar por algun tiempo a una de las dos facciones, la cual volvía despues a levantar cabeza en el siguiente reinado. Así es como el poder de los papas gastaba sus fuerzas esterilmente, perdiendo la reputacion en lo interior de su estado y entre los estránjeros.

En semejantes circunstancias fué elevado a la cátedra pontificia Alejandro VI, y ninguno de cuantos le precedieron, ni de los que le han sucedido, ha manifestado como él de cuanto es capaz de hacer un pontífice con hombres y con dinero. Ya dije antes todo lo que hizo por el duque de Valentino, y cuando entraron los franceses en Italia; y aunque no cabe duda en que mas bien buscó el engrandecimiento de su hijo que el de la Iglesia, esta, sin embargo, no dejó de sacar buen partido de sus empresas a la muerte del pontífice y del mismo duque.

Encontró, pues, Julio II, sucesor de Alejandro, el estado de la Iglesia acrecentado con toda la Romanía, y estinguidas las facciones de los barones romanos por el valor y la habilidad de su predecesor, quien le enseñó tambien el arte de atesorar. Julio aventajó en todos estos conceptos a Alejandro; pues agregó á las tierras de la Santa Sede el estado de Bolonia, redujo a los Venecianos a términos de no poderle ofender, y lanzó de Italia a los franceses: su-