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dió, le animó ligeramente y dijo con un gran desparpajo profesional:

—Está muerto. Está muerto.

Braulio Conchucos cayó lentamente al suelo.

Servando Huanca dio entonces un salto a la calle entre los gendarmes, lanzando gritos salvajes, roncos de ira, sobre la multitud:

—¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Lo han matado los soldados! ¡Abajo el subprefecto! ¡Abajo las autoridades! ¡Viva el pueblo! ¡Viva el pueblo!

Un espasmo de unánime ira atravesó de golpe a la muchedumbre.

—¡Abajo los asesinos! ¡Mueran los criminales —aullaba el pueblo—. ¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Un muerto!

La confusión, el espanto y la refriega fueron instantáneos. Un choque inmenso se produjo entre el pueblo y la gendarmería. Se oyó claramente la voz del subprefecto, que ordenaba a los gendarmes:

— ¡Fuego! ¡Sargento! ¡Fuego! ¡Fuego! . . .

La descarga de fusilería sobre el pueblo fue cerrada, larga, encarnizada. El pueblo, desarmado y sorprendido, contestó y se defendió a pedradas e invadió el despacho de la Subprefectura. La mayoría huyó, despavorida. Aquí y allí cayeron muchos muertos y heridos. Una gran polvareda se produjo. El cierre de las puertas fue instantáneo. Luego la descarga se hizo rala, y luego, más espaciadas.

Todo no duró sino unos cuantos segundos. Al fin de la borrasca, los gendarmes quedaron dueños de la ciudad. Recorrían enfurecidos la plaza, echando siempre bala al azar. Aparte de ellos, la plaza quedó abandonada y como un desierto. Sólo la sembraban de trecho en trecho los heridos y los cadáveres. Bajo el radiante y