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—Hay que agarrar al herrero, que era el más listo, y el que empujó a los otros. Debe de haber huido. Pero hay que perseguirlo y darle una gran paliza al hijo de puta . . .

José Marino argumentaba:

—¡Qué paliza ni paliza! ¡Hay que meterle un plomo en la barriga! ¡Es un cangrejo! ¡Un loco de mierda!

—Yo creo que ha caído muerto en la plaza —apunto tímidamente el secretario Boado.

El Subprefecto rectificó:

—No. Fue el primero en escapar, al primer tiro. Pero hay que agarrarlo. ¡Sargento! —llamó en alta voz.

—El sargento acudió y saludó, cuadrándose:

—¡Su señoría!

—¡Hay que buscar al herrero Huanca sin descanso! Hay que encontrarlo a cualquier precio. Dondequiera que se halle hay que "comérselo". ¡Un tiro en las tripas y arreglado! ¡Sí! ¡Haga usted lo posible por traerme su cadáver! ¡Yo ya le he dicho que su ascenso a alférez es un hecho!

—Muy bien, su señoría respondió con entusiasmo el sargento—. Yo cumpliré sus órdenes. ¡Pierda usted cuidado!

De cuando en cuando se oía a lo lejos y en el silencio de la noche, disparos de revólver y de carabinas, hechos por los grupos de la guardia urbana que rondaba la ciudad. En los salones municipales, las copas de coñac se repetían, y el cura Velarde, el subprefecto Luna y José Marino empezaron a dar signos de embriaguez. Una espesa humareda de cigarros llenaba la atmósfera. La reunión se hacía cada vez más alegre. Al tema del tiroteo, sucedieron muy pronto otros rientes y picarescos. En un grupo formado por el sargento, un gendarme y un juez