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José Marino iba a añadir algo, pero se contuvo. Al fin, habló así a Luna:

—¿Recuerda usted lo que le dijimos esta mañana sobre los peones? . . .

—Exactamente. Pero hay una cosa: yo creo que podríamos hacer una cosa. Mire usted: como usted no tiene aún gendarmes suficientes para perseguir en el día a nuestros peones prófugos, y como usted no va a saber qué hacer con todos esos indios que están ahora presos en la cárcel, ¿por qué no nos da usted unos cuantos, para enviarlos a Quivilca inmediatamente?

—¡Ah! ¡Eso!. . . —exclamó el subprefecto—. Usted comprende. La cosa es un poco difícil. Porque . . . ¡Espere usted! ¡Espere usted! . . .

Luna se agarró el mentón, pensativo, y terminó diciendo a José Marino en voz baja y cómplice:

—No hablemos más. Entendido. Se lo prometo.

Mateo Marino corrió y trajo tres copas.

—¡Señores! —exclamó copa en mano y en alta voz José Marino, dirigiéndose a todos los concurrentes—. Yo les invito a beber una copa por el señor Roberto Luna, nuestro grande subprefecto, que acaba de salvarnos de la indiada. Yo, señores, puedo asegurarles que el Gobierno sabrá premiar lo que ha hecho hoy el señor Luna en favor de Colca. Y yo propongo firmar aquí mismo todos los presentes un memorial al Ministro de Gobierno, expresándole la gratitud de la provincia al señor Luna. Además, propongo que se nombre una Comisión que se encargue de organizar un homenaje al señor Luna, con un gran banquete y con una medalla de oro, obsequio de los hijos de Colca . . .