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volver. El juez Ortega y el cura Velarde sacaron sus pañuelos y se pusieron a bailar. Los músicos, al verlos, pasaron a tocar, sin solución de continuidad, la fuga de una marinera irresistible. Los demás rodearon al cura y al juez, haciendo palmas y dando gritos estridentes y frenéticos. El día
empezó a rayar tras de
vados y lejanos de
los
los cerros ne-
Andes.
Al día siguiente, el doctor Riaño hizo la autopsia de los cadáveres. Tres de los heridos habían muerto a la madrugada. Algunos de los cadáveres fueron enterrados por la tarde. El subprefecto Luna, a eso de la una del día, y todavía en su cama, recibió entre su correo matinal la respuesta telegráfica del prefecto. El telegrama decía así: Deplorando suce"Subprefecto Luna. Coica. sos felicitólo actitud ante atentado indiada y restablecimiento orden público. (Firmado.) Prefecto Ledesma". Luna empezó luego a leer sus cartas y periódicos. Súbitamente, con una sonrisa de satisfacción, llamó a su ordenanza
—
Anticona
— Su señoría. —^Vaya usted a llamar
Dígale que
le
al señor José Marino. estoy esperando y que venga in-
mediatamente.
—Muy
bien, su señoría. pocos momentos, José Marino entraba al dormitorio del subprefecto, contento y son-
A
riente
los
—¿Qué
tal? ¿El sueño,
ha sido bueno?