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Así quedó acordado entre José Marino y el subprefecto Líuna. En la noche de ese mismo día, y previa una selección de los más humildes e ignorantes, fueron sacados, en la madrugada, veinte indios de la cárcel, de tres en tres. La ciudad estaba sumida en un silencio absoluto. Las calles estaban desiertas. Los indios iban acompañados de dos gendarmes, bala en boca y conducidos a las afueras de Coica, sobre el camino a Quivilca. Allí se formó el grupo completo de los veinte indios prometidos por Luna a "Marino Hermanos", y a las cuatro de la mañana fue la partida para las minas de tungsteno. Los veinte indios iban amarrados los brazos a la espalda y todos ligados entre sí por un sólido cable, formando una fila en cadena, de uno en fondo. Custodiaban el desfile, a caballo, José y Mateo Marino, un gendarme y cuatro hombres de confianza pagados por los hermanos Marino. Los siete guardias de los indios iban armados de revólveres, de carabinas y de abundante munición.

La marcha de estos forzados, para evitar encuentros azarosos en la ruta, se hizo en gran parte por pequeños senderos apartados. Nadie dijo a estos indios nada. Ni adonde se les llevaba ni por cuánto tiempo ni en qué condiciones. Ellos obedecieron sin proferir palabra. Se miraban entre sí, sin comprender nada,

y avanzaban a pie, lentamente, la cabeza baja y sumidos en un silencio trágico. ¿Adonde se les estaba llevando? Quién sabe al Cuzco, para comparecer ante los jueces por los muertos de Coica Pero si ellos no habían hecho nada Pe!

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ro quién sabe! ¡Quién sabe! O tal vez los estaban llevando a ser conscriptos. ¿Pero también los viejos podían ser conscriptos? ¡Quién sabe! Y, entonces, ¿por qué iban con ellos los Marino y