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no les dan, también. Si les piden sus chacras, se rien como una gracia y se la regalan en el acto. Son unos animales. ¡Unos estúpidos! ¡Y más pagados de su suerte! ¡Que se frieguen!

Los peones veían a los soras como si estuviesen locos o fuera de la realidad. Una vieja, la madre de un carbonero, tomó a uno de los soras por la chaqueta, refunfuñando muy en cólera:

— ¡Oye, animal! ¿Por qué regalas tus cosas? ¿No te cuestan tu trabajo? ¿Y ya te vas a reir? ¿No ves? Ya te vas a reir.

La señora se puso colorada de ira, y por poco no le da un tirón de orejas. El sora, por toda respuesta, fue a traerle un montón de ollucos, que la vieja rechazó, diciendo:

— Pero si yo no te digo para que me des nada. Llévate tus ollucos.

Luego la asaltó un repentino remordimiento, poniéndose en el caso de que fuesen aceptados por ella los ollucos, y puso en el sora una mirada llena de ternura y de piedad.

En otra ocasión, la mujer de un picapedrero derramó lágrimas, de verles tan desprendidos y desarmados de cálculo y malicia.

Les había comprado una cosecha de zapallos ya recolectados, por los que, en vez de darles el valor prometido, les había dicho a última hora, poniendo en la mano del sora unas monedas:

— Toma cuatro reales. No tengo más. ¿Quieres?

— Bueno, mama - dijo el sora.

Pero como la mujer necesitase dinero para remedios de su marido, cuya mano fue volada con un dinamitazo en las vetas, y viese que todavía podía apartar de los cuatro reales algo más para sí, le volvió a decir, suplicante:

— Toma mejor tres reales solamente. El otro lo necesito.