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do, agitó ambas manos en el aire, como si apartase invisibles insectos, y abrió los ojos que estaban enrojecidos y parecían inundados de sangre. Su mirada era vaga y, sin embargo, amenazadora. Hizo chasquear los labios amoratados y secos, murmurando sin sentido:

— ¡Nada! ¡Aquella curva es más grande! ¡Déjeme! Yo sé lo que hago! ¡Déjeme! ...

Y se volvió de un tirón hacia la pared, doblando las rodillas y metiendo los brazos en el lecho.

En Quivilca no había médico. Lo habían reclamado a la empresa, sin resultado. Se combatía las enfermedades cada uno según su entendimiento, salvo en el caso de neumonía, en cuyo tratamiento se había especializado José Marino, el empírico del bazar. La señora que asistía a Benites no sabía si acudir al comerciante, por si fuese neumonía, o procurarse otra receta por cuenta propia, sin pérdida de tiempo. Daba mil vueltas por el cuarto, desesperada. De cuando en cuando, observaba al paciente o ponía oído a la puerta, atenta a la caída de la nieve. Podría ser que su hijo acertase a acudir en su busca o que cualquiera otro pasase, para pedirle consejo o ayuda.

A veces, el enfermo se sumía en un silencio absoluto, del que la señora no se apercibía por su sordera, pero, en general, la noche avanzaba poblándose de los gritos dolorosos y palabras del delirio. Contiguo había, por toda vecindad, un extenso depósito de mineral. El resto de los ranchos quedaba lejos, en plena falda del cerro, y había que llamar a gritos para hacerse escuchar.

La señora decidió hacerle otro remedio. Entre las cosas útiles que por precaución guardaba Benites en su mesita, encontró un poco de glicerina, sustancia que le sugirió de golpe la nueva