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receta. Encendió otra vez el anafe. Habiéndose luego acercado de puntillas a la cama, examinó al paciente, que hacía rato permanecía en calma, y se percató de que dormía. Decidió entonces dejarle reposar, postergando el remedio para más tarde y para el caso de que la fiebre continuase. Fue a arrodillarse ante el lienzo sagrado y masculló, con vehemencia dolorosa y durante mucho tiempo, largas oraciones mezcladas de suspiros y sollozos. Después se levantó y llegóse de nuevo a la cama del enfermo, enjugándose las lágrimas con un canto de su blusa de percal. Benites continuaba tranquilo.

– ¡Dios es muy grande! – exclamó la señora, enternecida y con voz apenas perceptible ¡Ay, divino Corazón de Jesús!. Añadio, levantando los ojos a la efigie y juntando las manos, henchida de inefable frenesí. ¡Tu lo puedes todo! ¡Vela por tu criatura! ¡Ampárale y no le abandones! ¡Por tu santísima llaga! ¡Padre mío, protégenos en este valle de lágrimas!

No pudo contener su emoción y se puso a llorar. Dio algunos pasos y se sentó en un banco. Allí se quedó adormecida.

Despertó de súbito. La vela estaba para acabarse y se había chorreado de una manera extraña, practicando un portillo hondo y ancho; por el que corría la esperma derretida, yendo a amontonarse y enfriarse en un solo punto de la palmatoria, en forma de un puño cerrado, con el índice alzado hacia la llama. Acomodó la vela, y como notase que Benites no había cambiado de postura y que seguía durmiendo, se inclinó a verle el rostro. "Duerme", se dijo, y resolvió no despertarte.

Leónidas Benites, en medio de las visiones de la fiebre, había mirado a menudo el cuadro del Corazón de Jesús, que pendía en su cabecera. La divina imagen se mezclaba a las imágenes del