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no tanto por la suma que le llevaba, cuanto por la cinica risa con que el indio se burlaba de Benites, montado sobre el lomo de un caimán, en medio medio de un gran río. Benites llegó a la misma orilla del río, y ya iba a penetrar en la corriente, cuando se sintió de pronto entorpecido y privado de todo movimiento voluntario. Jesús, aureolado esta vez de un halo fulgurante, apareció ante Benites. El río se dilató de golpe, abrazando todo el espacio visible, hasta los más remotos confines. Una inmensa multitud rodeaba al Señor, atenta a sus designios, y ún aire de tremenda encrucijada llenó el horizonte, A Benites le poseyó un pavor repentino, dándose cuenta, de modo oscuro, pero cierto, de que asishora del juicio final.

Benites intentó entonces hacer un examen de conciencia, que le permitiera entrever cuál sería el lugar de su eterno destino. Trató de recordar sus buenas y malas acciones de la tierra. Recordó, en primer lugar, sus buenos actos. Los recogió ávidamente y los colocó en sitio preferente y visible de su pensamiento, por riguroso orden de importancia: abajo, los relativos a procederes de bondad más o menos discutible o insignificante, y arriba, a la mano, sobre todos, los relativos a grandes rasgos de virtud, cuyo mérito se denunciaba a la distancia, sin dejar duda de su antenticidad y trascendencia. Luego pidió a su memoria los recuerdos amargos, y su memoria no le dio ninguno. Ni un solo recuerdo roedor. A veces, se insinuaba alguno, tímido y borroso, que bien examinado, a la luz de la razón, acababa por desvanecerse en las neutras comisuras de la clasificación de valores, o mejor sopesado aún, llegaba a despojarse del todo de su tinte culpable, reemplazado éste, no ya sólo por otro indefinible, sino por el tinte contrario: tal recuerdo resultaba ser, en el fondo,