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el de una acción meritoria, que Benites reconocía entonces con verdadera fruición paternal. Felizmente, Benites era inteligente y había cultivado con esmero su facultad discursiva y crítica, con la cual podía ahora profundizar las cosas y darles su sentido verdadero y exacto.

Muy poco le faltaba a Benites, según lo intuía, para presentarse ante el Salvador. Al razonarlo, un gran miedo le hizo arrebujarse en su propio pensamiento. De allí vino a sacarle un alfarero de Accoya, al que no veía muchos años, y a quien la madre del agrimensor solía comprarle hierba para sus cuyes, echándole maldiciones por su codicia y avaricia. Por rápida asociación de ideas, recordó que él mismo, Benites, amó también, a veces, el dinero, y quizás con exceso. Recordó que en Colca, una noche, había oído en una vasta estancia desolada, donde dormía a solas, ruido de almas en pena. Empezaron en la oscuridad a empujar la puerta, Benites tuvo miedo y guardó silencio. Rememoraba que al otro día, refirió a los vecinos lo acontecido, no faltando quien le asegurase que en aquella casa penaban las almas a menudo, a causa de un entierro de oro que dejó allí un español, encomendero de la Colonia. Como se repitiesen después los ruidos nocturnos, el ansia de oro tentó, al fin, a Benites. Y una media noche, cuando fueron a empujar la puerta sumida en tinieblas, el agrimensor invocó a las penas.

—¿Quién es? — interrogó, incorporándose en la cama, y dándose diente con diente de miedo.

No contestaron. Siguieron empujando. Benites volvió a preguntar, anheloso y sudando frío:

—¿Quién es? Si es una alma en pena, que diga lo que desea.

Una voz gangosa, que parecía venir de otro mundo, respondió con lastimero acento: