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—Soy un alma en pena.

Benites sabía que era malo correr de las penas, y argumentó al punto:

—¿Qué le pasa? ¿Por qué pena?

A lo que replicaron casi llorando:

—En el rincón de cocina dejé enterrados cinco centavos. No me puedo salvar a causa de ellos. Agrega noventa y cinco centavos más de tu parte y paga con eso una misa al cura, para mi salvación . . .

Indignado Benites por el sesgo inesperado y oneroso que tomaba la aventura, gruñó, agarrando un palo contra el alma en pena:

—He visto muertos sinvergüenzas, pero como éste, nunca! . . .

Al siguiente día, Benites abandonó la posada.

Recordando ahora todo esto, ya lejos de la vida terrenal, juzgó pecaminosa su conducta y digna de castigo. Sin embargo, estimó tras de largas reflexiones, que sus palabras injuriosas para el alma en pena fueron dictadas por ün estado anormal de espíritu y sin intención malévola. No olvidaba que, en materia de moral, las acciones tienen la fisonomía que les dé la intención y sólo la intención. Respecto a que no pagase la misa solicitada por el alma en pena, suya no había sido la culpa, sino más bien del párroco, a quien una fuerte dispepsia impedía por aquellos días ir al templo. A Benites no se le ocultaba, dicho sea de paso, que la enfermedad del sacerdote no era mayor que alcanzase a sustraerle del todo del cumplimiento de sus sagrados deberes. Por último, en un análisis más juicioso y serio, quizás no fue, en realidad, una alma en pena, sino una broma pesada de alguno de sus amigos, sabedores de sus cuitas en pos del supuesto tesoro. Puesto en este caso, y de haberse oficiado la misa, la broma habría tenido una repercusión de burla y de impiedad.