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con Benites de por medio, como uno de sus promotores. Indudablemente, había, pues, hecho bien en proceder como procedió, defendiendo subconscientemente los fueros de seriedad de la Iglesia, y su conducta podía, en consecuencia, aparejar mérito suficiente para un premio del Señor. Benites puso este recuerdo en medio, exactamente en medio, de todos sus recuerdos, movido de una dialéctica singular e inextricable.

Un sentimiento de algo jamás registrado en su sensibilidad, y que le nacía del fondo mismo de su ser, le anunció de pronto que se hallaba en presencia de Jesús. Tuvo entonces tal cantidad de luz en su pensamiento, que le poseyó la visión entera de cuanto fue, es y será, la conciencia integral del tiempo y del espacio, la imagen plena y una de las cosas, el sentido eterno y esencial de las lindes. Un chispazo de sabiduría le envolvió, dándole servida en una sola plana, la noción sentimental y sensitiva, abstracta y material, nocturna y solar, par e impar, fraccionaria y sintética, de su rol permanente en los destinos de Dios. Y fue entonces que nada pudo hacer, pensar, querer ni sentir por sí mismo ni en sí mismo exclusivamente. Su personalidad, como yo de egoísmo, no pudo sustraerse al corte cordial y solidario de sus flancos. En su ser se había posado una nota orquestal del infinito, a causa del paso de Jesús y su divina oriflama por la antena mayor de su corazón. Después, volvió en sí, y, al sentirse apartado del Señor y condenado a errar al acaso, como número disperso, zafado de la armonía universal, por una gris e incierta inmensidad, sin alba ni ocaso, un dolor indescriptible y jamás experimentado, le llenó el alma hasta la boca, ahogándose, como si mascase amargos vellones de tinieblas, sin poderlas siquiera ni pasar. Su tormén