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to interior, la funesta desventura de su espíritu, no era a causa del perdido paraíso, sino a causa de la expresión de tristeza infinita que vio o sintió dibujarse en la divina faz del Nazareno, al llegar ante sus pies. ¡Oh, qué mortal tristeza la suya, y cómo no la pudo contener ni el vaso de dos bocas del Enigma! Por aquella gran tristeza, Benites sufría un dolor incurable y sin orillas.

—¡Señor! —murmuró Benites suplicante — ¡Al menos, que no sea tanta tu tristeza! ¡Al menos, que un poco de ella pase a mi corazón! ¡Al menos, que las piedrecillas vengan a ayudarme a reflejar tu gran tristeza!

El silencio imperó en la extensión trascendental.

—¡Señor! Apaga la lámpara de tu tristeza, que me falta corazón para reflejarla! ¿Qué he hecho de mi sangre? ¿Dónde está mi sangre? ¡Ay, Señor! ¡Tú me la diste y he aquí que yo, sin saber cómo, la dejé coagulada en los abismos de la vida, avaro de ella y pobre de ella!

Benites lloró hasta la muerte.

—¡Señor! ¡Yo fui el pecador y tu pobre oveja descarriada! ¡Cuando estuvo en mis manos ser el Adán sin tiempo, sin mediodía, sin tarde, sin noche y sin segundo día! ¡Cuando estuvo en mis manos embridar y sujetar los rumores edénicos para toda eternidad y salvar lo Absoluto en lo Cambiante! ¡Cuando estuvo en mis manos realizar mis fronteras homogéneamente, como en los cuerpos simples, garra a garra, pico a pico, guija a guija, manzana a manzana! ¡Cuando estuvo en mis manos desgajar los senderos a lo largo y al través, por diámetros y alturas, a ver si así salía yo al encuentro de la Verdad! . . .

Empezó a callar el silencio por el lado de la nada.