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directamente de misters Taik y Weiss tales o cuales ventajas, facilidades, o en general, cualquier favor o granjeria, Marino acudía a Baldazari y éste intervenía, con la influencia y ascendiente de su autoridad, obteniendo de los patrones todo cuanto quería José Marino. Nada, pues, de extraño que el comerciante estuviese ahora dispuesto a entregar a su querida al comisario, ipso facto y en público.

Al poco rato, la Graciela aparecía en la esquina, acompañada de Cucho. Los del bazar se escondieron. Solamente José Marino apareció a la puerta, tratando de disimular su embriaguez.

—Pasa —dijo afectuosamente Marino a la Graciela— Ya me voy. Pasa. Te he hecho llamar porque ya me voy.

La Graciela decía tímidamente:

— Yo creía que se iba usted a ir así no más, sin decirme ni siquiera hasta luego.

Una repentina carcajada estalló en el bazar, y todos los contertulios aparecieron de golpe ante Graciela. Colorada, estupefacta, dio un traspiés contra el muro. La rodearon, unos estrechándole la mano, otros acariciándola por el mentón. Marino le decía, desternillándose de risa:

—Siéntate. Siéntate. Es la despedida. ¡Qué quieres! ¡Los amigos! ¡Nuestros patrones! ¡Nuestro grande y querido comisario! ¡Siéntate! Y ¿qué tomas? . . .

Cerraron a medias la puerta y Cucho jaló de afuera la soga del caballo, sentándose en el quite!

Cayó nieve. Varias veces vino gente a hacer compras en el bazar y se iban sin atreverse a entrar. Una india de aire doloroso y apurada, llegó corriendo.

—¿Ahí está tu tío?— le preguntó jadeante a Cucho.