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—Sí; ahí esta ¿Para qué?

— Para que me venda láudano. Estoy muy apurada, porque ya se muere mi mama.

— Pase usted, si quiere.

—¿Pero quién sabe está con gente?

—Está con muchos señores. Pero entre usted, si quiere....

La mujer vaciló y se quedó a la puerta, esperando. Una angustia creciente se pintaba en su cara. Cucho, sin soltar la soga del caballo, se entretenía en dibujar con el cabo de un lápiz rojo, y en un pedazo de su cuaderno de la escuela, las armas de la patria. La mujer iba y venía, desesperada y sin atreverse a entrar al bazar. Aguaitaba lo que adentro sucedía, se ponía a escuchar y volvía a pasearse. Le preguntaba a Cucho:

—¿Quién está ahí?

—El comisario.

—¿Quién más?

—El cajero, ingeniero, el profesor, los gringos. . . Están bien borrachos. Están tomando champaña.

—¡Pero oigo una mujer! . . .

—La Graciela.

—¿La Rosada?

— Sí. Mi tío la ha mandado llamar, porque ya se va.

— ¡Ay, Dios mío! ¿A qué hora se irán? ¿A qué hora se irán? . . .

La mujer empezó a gemir.

— Por qué llora usted — preguntó Cucho.

—Ya se muere mi mama y don José está con gente . . .

— Si quiere usted, llamaré a mi tío para que le venda . . .

—Quién sabe se va a enojar . . .

Cucho aguaitó hacia adentro y llamó tímidamente: