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mora de Laura enardecía hasta hacerle perder la paciencia, volvió a rasguñar la puerta, esta vez ruidosamente. Laura tropezó, por la prisa, en el batán de la cocina, y se oyó un porrazo en el suelo. Después se abrió la puerta y Mateo, temblando de ansiedad, entró. José se había apercibido de toda esta escena en sus menores detalles y tornó a su cama. El dolor de su carne sedienta y la idea que se hacía de lo que pasaba en esos momentos entre Laura y su hermano, le hacían retorcerse angustiosamente entre las sábanas y le arrancaban ahogados rugidos de bestia envenenada.

Lo que sucedió en la cocina fue en el suelo. Laura acababa de caer junto al batán y se luxó la muñeca de una mano, un hombro y una cadera. Gemía en silencio y la muñeca le sangraba. Pero nada pudo embridar los instintos de Mateo. Al comienzo, la tomó la mano, acariciándola y lamiendo la sangre. Un momento después, apartó brutalmente la muñeca herida de Laura, y, según su costumbre, lanzó unos bufidos de animal ahito. Ni Laura ni Mateo habían pronunciado palabra en esta escena. Mateo se puso de pie y, con sumo tiento, ganó la puerta, salió y volvió a cerrarla despacio. Se paró al borde del corredor y orinó largo rato. José sintió que una ola de bochorno recorría sus miembros, jaló las frazadas y se tapó hasta la cabeza. Al entrar Mateo al cuarto, por las amplias espaldas de José descendió un sudor caliente y casi cáustico.

Laura quedó tendida en el suelo, llorando. Probó de levantarse y no pudo. La cadera le dolía como quebrada.

Una vez en su cama, Mateo sintió frío. Según sus cálculos, y aunque José daba señas de dormir, estaba Mateo cierto de que no dormía. ¿In-