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Una vez que los hermanos Marino salieron la subprefectura, la sesión de la Junta Conscriptora Militar quedó abierta. Leyó el acta anterior el secretario del subprefecto, Boado, un joven lleno de barros en la cara, ronco, de buena letra y muy enamorado. Nadie formuló observación alguna al acta. Luna dijo luego a su secretario:

—Dé usted lectura al despacho.

Boado abrió varios pliegos y empezó a leer en voz alta:

—Un telegrama del señor prefecto del Departamento, que dice así: "Subprefecto. Colca. Requiérole contingente sangre fin mes indefectiblemente. (Firmado). Prefecto Ledesma".

En ese momento llenó la plaza un ruido de caballería, acompañado de un murmullo de muchedumbre. El subprefecto interrumpió a su secretario vivamente:

— ¡Espérese! Allí vienen conscriptos.

El secretario se asomó a puerta.

—Sí. Son conscriptos —dijo— Pero vienen con ellos mucha gente . . . .

La Junta Conscriptora suspendió la sesión y todos sus miembros se asomaron a la puerta. Una gran muchedumbre venía con los gendarmes y los conscriptos. Eran, en su mayoría, curiosos, hombres, mujeres y niños. Observaban a cierta distancia y con ojos absortos, a dos indios jóvenes —los conscriptos— que avanzaban a pie, amarrados por la cintura al pescuezo de las cabalgaduras de los gendarmes montados. Tras de cada conscripto, venía su familia llorando. El sargento se detuvo ante la puerta de la subprefectura, bajó de su caballo, se cuadró ante la Junta Conscriptora y saludó militarmente: