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cionales? ¡Garantías nacionales! ¿Qué era eso? ¿Quiénes debían prestarlas y quiénes podían disfrutarlas? Lo único que sabían los indígenas era que eran desgraciados. Y en cuanto a ser conscriptos, o "enrolados", no sabían sino que, de cuando en cuando solían pasar por las jalcas y las chozas los gendarmes, muy enojados, amarraban a los indios más jóvenes a la baticola de sus mulas y se los llevaban, pegándoles y arrastrándoles al trote. ¿Adónde se los llevaban así? Nadie lo sabía tampoco. ¿Y hasta cuándo se los llevaban? Ningún indio conscripto o "enrolado" volvió ya nunca a su tierra. ¿Morían en países lejanos, de males desconocidos? ¿Los mataban, quién sabe, otros gendarmes o sargentos misteriosos? ¿Se perdían tal vez por el mundo, abandonados en unos caminos solitarios? ¿Eran, quién sabe, felices ? No. Era muy difícil ser felices. Los yanaconas no podían nunca ser felices. Los jóvenes conscriptos o "enrolados", que se iban para no volver, eran seguramente desgraciados.

Braulio Conchucos, por toda familia, tenía su padre viejo y hermanos pequeños, una mujercita de diez y un varón de ocho. Su madre murió de tifoidea. Dos hermanos mayores también murieron de tifoidea, epidemia que arrasó mucha gente hacía cuatro o cinco años en Cannas y sus alrededores. Pero el Braulio quería a la Bárbara, hija de unos vecinos vaqueros de Guacapongo, y a quien pensaba hacerla su mujer. Cuando cayeron los soldados en la choza de Braulio, a las cinco de la mañana, y todavía oscuro, los chicos se asustaron y se echaron a llorar. El padre, al partir, siguiendo al "enrolado", les decía:

—¡Vayanse onde la Bárbara! ¡Vayanse onde la Bárbara! ¡Que les den de almorzar ahí! ¡Vayanse! ¡No se queden aquí! ¡Vayanse! ¡Yo vuel