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Levantó su rifle e hizo ademán de apuntar al azar sobre la muchedumbre, la cual respondió a la amenaza con un clamor inmenso. Apareció a la puerta del despacho subprefectural, el alcalde Parga.

—¡Señores! —dijo con un respeto protocolar, que escondía sus temores—. ¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¡Calma! ¡Calma! ¡Serenidad, señores! . . .

Un hombre del pueblo emergió entonces de entre la muchedumbre y, abalanzándose sobre el alcalde Parga, le dijo muy emocionado, pero con energía:

—¡Señor alcalde! ¡Señor alcalde! El pueblo quiere ver en qué queda todo esto, y pide . . .

Los gendarmes lo agarraron por los brazos y le taparon la boca para impedirle que continuase hablando. Pero el viejo y astuto alcalde de Colca ordenó que le dejasen hablar.

—¡El pueblo, señor, pide que se haga justicia!

—¡Sí! . . . ¡Sí! . . . ¡Sí! . . . — coreó la multitud—. ¡Justicia! ¡Justicia contra los que les han pegado! ¡Justicia contra los asesinos!

El alcalde palideció.

—¿Quién es usted? —se agachó a preguntar al audaz que así le habló—. ¡Pase usted! ¡Pase usted al despacho! Entre usted y ya hablaremos.

El hombre del pueblo penetró al despacho subprefectural. Pero para hacer valer los derechos ciudadanos, ¿quién era este hombre de audacia extraordinaria? La acción popular ante las autoridades no era fenómeno frecuente en Colca. El subprefecto, el alcalde, el juez, el médico, el cura, los gendarmes, gozaban de una libertad sin límites en el ejercicio de sus funciones. Ni vindicta pública ni control social se practicaba nunca en Colca respecto de esos funcionarios. Más todavía. El más abominable y escandaloso abu-