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EN EL MAR AUSTRÁL

que hacía un enorme candil de aceite de pescado, que día y noche ardía en un rincón no léjos de la entrada.

Era el dueño de aquella Arca de Noé de nueva especie, un hombrecillo diminuto, —tán escaso de carnes como sobrado de pelos y de palabras— que cási habia perdido el hábito de caminar á fuerza de pasarse como empotrado en un gran sillón de cuero, situado al lado del fogón, que era su sitio de honor.

Al entrar nosotros se incorporó, quitóse el gorro de piél de nútria que cubría su cabeza calva y exclamó, —dirigiéndose á La Avutarda,que era su paisano y había sido su compañero de correrías,— mientras su fisonomía enigmática se iluminaba con una sonrisa que parecieron extrañar sus ojillos de garduña y su nariz característicamente judáica:

— ¡Intronich!... ¡Viejo lobo!... ¡Bendita sea la racha que te ha obligado á refugiarte en este socavón!

— ¡Salúd, Kasimerich!...... ¡Felices són los ojos que te vén!....

— Aquí me tienes, hijo ... siempre en el remo, á pesar de este reumatismo del demonio!... Desde que lo pesqué, allá en la boca maldita del San Lorenzo —¿te acuerdas que comencé allí á quejarme de un dolorcito lento?—

no me ha vuelto á dejar. Yá me parece que me sigue desde grumete y recién para Navidad harán once años que lo tomé!

Luego que La Avutarda hizo la obligada presentación y explicó á Kasimerich el objeto de nuestro viaje, rodeamos una pequeña mesa deslustrada y á indicación de Smith se destapó una botella de snáp, mientras d6s de las chinas —seguida cada una por un perro con aires de esqueleto— comenzaron á aprontar lo necesario para prepararnos el almuerzo.

Las chinas no eran mál parecidas y estaban vestidas á