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CRÓQUIS FUEGUINOS

Cuando estuvo listo el potaje —uno de esos guisos de porotos con tocino y chorizos que hacen la delicia del roto chileno,— el posadero improvisado llenó un plato de lata para cada comensál y juntamente con una gran tajada de pán, hizo la distribución, sin fijarse ni en la posición ni en el paraje que cada uno eligiera para hacer la comida; aquello era el rancho de los marineros en los buques mercantes, ni más ni menos.

El ruido de los dientes apagó la algarabía y durante cinco minutos el silencio solo se interrumpió para pedir más ración ó vino panquehua, que parecía brotar de un rincón obscuro, al cuál, cada véz que se oía una vóz reclamándole, se acercaba Kasimerich con una jarra vacía retirándose después con una llena, que negreaba, como si contuviera tinieblas de las que encerraba el fondo de la sala.

— ¡Buen tiempo hacía, —exclamó uno de los chilenos,— que por este gañote no pasaba un chorro de panquehua.... A ver, niño, alcance el guáchacay!... Este almuercito pide un litro... por ahora!

— ¡Alto ahí!. .. -gritó Velacho.— Mientras el capitán esté con nosotros, hay que aguantarse al áncla,... Ya te lo hé dicho Montoya!

— ¡Aqui no hay capitán, ni nada!.... Yo soy igual á cualquiera!.... Y... vaya!... quiero mi parte de una véz: ese orito está corriendo riesgo... Que se haga el reparto y... venga el guachacay!

Como la cuestión tomaba giro desagradable, dijo otro de los acompañantes de O'Neild:

— ¡Vengan las chinas!...

— ¡Bueno!... —replicó Montoya, parándose y acercándose al Velacho dando traspiés y llevando en la mano la navaja con que momentos ántes cortaba el pán.— Eso es camama, no más... El orito y el guachacay es lo que quiero!