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XX.

Del naturál

Vuelto á su asiento y rodeado por nosotros, Kasimerich se quitó el gorro, lo colocó sobre la mesa y lanzando un suspiro, que fué toda la oración fúnebre de Montoya, murmuró médio entre dientes:

— Otro mas y yá ván nueve que duermen el sueño eterno en la ladera del cerrito. Esta gente, señor, que no pueda contenerse, ¿eh?... Miren Vds.; siempre es iguál... Dós palabras, una atropellada y ¡zás!... un muerto! Esta véz, no obstante, me ha quedado algo: unos trescientos gramos de oro.— Y lanzó una mirada codiciosa al indio Chieshcálan que en ese momento arreglaba las pepitas que le habían tocado en el reparto.— Otras veces no me queda sinó el difunto y el recuerdo de los que á pretexto del accidente se ván sin pagar!

— Y de estas muertes no se toma nota, —pregunté,— ¿nádie las averigua?

— ¿Y para qué? —repuso Smith...— ¿Un aventurero más ó ménos que le importa á nádie?