das de Ushuwáia y derrepente un indio que marchaba adelante, volteó una piedra que me llevó: rodé como trescientos metros. Si no hubiese sido por mi mujer, que es tán entendida en medicina, talvéz me muero. La sangre me salía á borbotones y me la atajaron con hongos de esos que los indios llaman ushchinick y con esas fricciones en las piernas y en el pecho que ellos saben dár.
— ¿Yá se hacen tropas de ovejas en Ushuwáia?— pregunté candorosamente.
— No!... Si allí tienen que llevar todavía los animales para comer; se provéen de Harberton ó de Punta Arenas. Era una puntita de la gobernación que los indios encontraron extraviada ¿sabe?
Y pronto fondeámos en la Caleta del Burro, á cuya entrada rompían con estrépito las primeras ólas de mar Argentino que vieron mis ojos y en cuyo fondo se destacaba, en la cumbre de un cerro elevado y como pintada, una casita de madera rodeada de rustica empalizada y más atrás una veintena de vacas y un centenar de ovejas pastando mezcladas.
— Hola, patrón! ¿Cómo vá?
— ¡Hola, Matias! ¿Qué se hace?
— Aquí venimos con estos amigos de Ushuwáia que traen cartas para Vd.
— Perfectamente!... Bien venidos!
Y destapada la consabida botella de snáp y consumida en santa páz y armonía, el comerciante nos proporcionó la sál que necesitábamos, poniéndonos en condición de realizar nuestra empresa.
— ¿Y yá se ván a lobear?
— No, señor...! Hasta el otro més talvéz... ¿Qué le parece?
— Me parece bien. Un cútter que estaba aquí antes que Vds. llegaran, se ha tenido que volver, precisamente sin