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CRÓQUIS FUEGUINOS


contemplaban mis ojos y que mostraban al lado de un pedazo de cuero de guanaco una lata de kerosene, que brillaba con el sól y pegada á un retazo de arpillera, la reminiscencia de un capote de soldado que el viento y la lluvia deshilachaban.

— Aquí, —me dijo Smith,— ha habido mucho oro y lo hay cada véz que los temporales baten la playa y revuelven las barrancas que se derrumban. Ahora está pobre, porqué el norte está conchavado y con él no hay revoltijo. El lavadero es ahí, abajo de la barranca, en esa playa de cascajo que la menor marea hace desaparecer: entonces los lavadores, si no trepan ligero, no vuelven á contar el cuento. Ha muerto más gente aquí, tragada por el Mar Argentino, que la que muere en diéz años en Punta Arenas. Antes, al principio, no se habla ideado hacer la escalera, esa qúe vés caracoleando en la barranca y por donde estñan bajando los amigos que despiden á Catalena: cada grupo, cuando venía el mar, subía como podía, por sogas que se aseguraban arriba y se dejaban caér á la playa. Después se hizo la escalera en la barranca, que es de arcilla y que cada véz que el mar sube, la deja como la palma de la mano, obligando á nuevo trabajo.

Y en esto llegó á nuestros oídos la gritería con que los habitantes de Slóggett despedían á los que se alejaban en el chinchorro.

Había en la playa una veintena de individuos vestidos de la manera más extraña, pués en su mayor parte estaban envueltos en quillangos de guanaco ó de lobo y manisfestaban una alegría y un contento que chocaba, por cierto, con la tristeza del paisaje en que se destacaban.

— Vea lo qué es el guachacay, —dijo Oscar.— En un campamento de estos, podrá haber hambre, frío y miserias de