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XXVII.

En las roquerias

Quince días después levábamos el áncla y salíamos de la caleta, entre las aclamaciones de los mineros; reunidos sobre la playa que generosamente nos había dado los quince kilos de oro que llevaba Smith en su valija, y saludados especialmente por Dón Pepito, que en brazos de La Nodriza, nos daba también el último adiós.

Jamás olvidaré las horas tranquilas, pasadas en la costa desierta, sin más aspiración que dormir, comér y cavár y sin que un sólo rumor viniera de allá, de las playas lejanas, dónde la multitud bulle y se agita en las turbulencias de la lucha diaria, que es, al fin, el único encanto de la vida,

Perdida entre las brumas, que como un humo se alzaban en lontananza, volvimos á vér la costa de Navarino, que parece desflecada por el mar en su embate tenáz y persistente y á poco, resguardado por un alto reborde, Puerto Toro, el refugio de los barcos aventureros, que osados y valientes, saltan sobre las ólas rugidoras y contrarrestan