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CRÓQUIS FUEGUINOS

las lianas y las enredaderas nos cerraban el paso, llegamos á una hondonada sombría en cuyo fondo se deslizaba mansamente un arroyo caudaloso, que en la época de los deshielos debía ser torrente, pués su cauce se interrumpía de véz en cuando con moles de piedra, rodadas probablemente de las cumbres vecinas.

Terminábamos nuestro almuerzo frugál—un pedazo del bollo insípido preparado la noche ántes por Matías, un trago de guachacay para ayudarlo á pasar: y algunas frutillas silvestres—cuando una carcajada estridente me hizo estremecer.

—¡Quieto!... Són guanacos que retozan!... Espere!

Y arrastrándose alcanzó á una pequeña eminencia, desde dónde me hizo señas de que recogiera todo y le alcanzara...

Allá, en una ladera verde, se veía una decena de guanacos que pastaban y no léjos de ellos otro animál overo que me pareció un caballo.

—¡Fíjese!... Es un mancarrón manco!... Ha de ser algún desertor de la Comisión de Límites, que de monte en monte se ha venido á guarecer aquí. Mire que bolada si lo agarramos!

—Mejor seria algún guanaco... tendríamos carne.

A costa de increíbles esfuerzos y con inminente peligro de derrumbarnos, llegamos á ponernos á tiro de los guanacos, que de véz en cuando alzaban y bajaban las orejas negruzcas que resaltaban sobre los cuellos leonados, cási rojizos. Hicimos fuego y dós animales rodaron por el suelo, mientras sus compañeros, lanzando su relincho estridente, que á mí me parecía una carcajada, se perdieron á lo léjos entre los vericuetos del monte.

El mancarrón, cojeando, disparo también, pero al rato volvió á aparecer, curioso, talvéz atraído por el recuerdo