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EN EL MAR AUSTRÁL

y luego comenzó á contarme las aventuras de su viejo conocido, sirviéndole de estimulante el snáp de El Diluvio, ante una de cuyas mesas descansábamos de nuestra excursión por calles y callejones.

Según pude deducir, el personaje en cuestión era uno de esos aventureros que tanto abundan en los puertos de mar muy frecuentados, especie de resaca que flota á lo largo de los muelles, se pega á los cascos de los buques, si á mano viene, ó se vá quedando en la playa hasta que vientos favorables la llevan tierra adentro.

Por cierta que en Punta Arenas no era un ejemplar único: sinó toda la población, por lo menos la del puerto, era seguramente de la misma ralea en su casi totalidad.

— ¿Entonces hace mucho que Vd. anda por estas tierras?...

— ¿Yo? ... ¡Ya lo creo! .... Sin embargo nunca había estado sinó de paso en esta caleta, que es un verdadero abrigo de cóngrios y tiburones.... Una cosa es venir como he venido yo otras veces, á gastar los pesos recogidos por ahí lobeando ó lavando oro —pués este pueblo se traga todo lo que prodúcen las expediciones— y otra cosa es venir á comerciar como ahora! ... ¿Punta Arenas? ... ¡Punta Uñas le debían haber puesto! Entra V. á un bar, como éste en que estamos, por ejemplo, y se encuentra conqué en vez de snáp, del que V. viene sediento, le queman las tripas con vitriolo y le rascan las orejas con la musiquita esa del patrón; busca mujeres para pasar el aburrimiento y lé presentan consumidoras de whisky, capaces de chuparse un almacén de una sentada; pide la cuenta del gasto y.... en dos días de jolgorio le han comido á Vd. medio costillar!... ¿Sale á la calle?... Pués no le digo nada: lo ván convoyando los judlos, los trapisondistas y toda esa nube de sardinas hambrientas que serían capaces de comerse una ba-