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EN EL MAR AUSTRÁL

— desplegamos la vela é impulsados por la fresca brisa favorable. comenzamos á salir de la rada.

Ya hacia rato que debla ser de noche en Buelios Aires — dada la hora que alcanzábamos — cuando aún nosotros teníamos luz. Con razón exclamaba el portuguéz Souza Williams contestándome á una observación:

— Aquí, amigo, cuando se traen gallos, mueren locos casi todos. Pierden la chaveta pensando quizás en la hora á que deben cantar!.... Las cavilaciones les quitan el sueño y Vd. los vé marchar camino de la olla á pasos apresurados. Tal vez mueren pensando en que para cantar a destiempo más vale no haber nacido!

Un centenar de buques había en la rada y ninguno tenía gallardete de mi pátria: todos eran chilenos.

Y cómo saludándome orgullosos y burlones, cabeceaban sobre sus ánclas, el «Huemul» el «Cóndor», el «Yañez» y el «Toro», —los valientes vapores-avisos que al servicio exclusivo de la gobernación chilena recorren incesantemente aquellos vericuetos del mar fueguino, estudiándolos hasta en los menores detalles y sirviendo de providencia á los que se aventuran en ellos.

Recostado en la borda pensaba en esto y seguí con la vista, hasta que se perdieron á lo lejos las luces de la pequeña villa, que dentro de poco será ciudad rica y populosa.

Al mirar hácia el cielo estrellado, vi con júbilo la Cruz del Súr —mi vieja conocida— que abría sus brazos, no allá abajo, en el horizonte, como en Buenos Aires, sino arriba, casi sobre mi cabeza.

Parecia protegernos contra las ólas del mar inmenso, que al chocar rumoroso en la popa de nuestro cútter; se desmenuzaban salpicándonos ó formaban un manto de blanca

espuma que relumbrando nos seguía, como una sombra!