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EN EL MAR AUSTRÁL

contramos muy adentro. En una hondonada, cerca de éste, hallamos algunos musgos y líquenes de un color amarilloso y en la orilla del mar, á una altura de más de mil doscientos piés, recogimos pedazos de madera petrificada.

El capitán Lársen, que era hombre curioso, trajo de todo, hasta pedazos de una como lama verde que dá una pequeña flór colorada y que decía el médico que era el pasto del polo austral. En Buenos Aires ha de haber muestras en algún museo, pues el capitán le regaló una colección al gobernador de Tierra del Fuego.

— ¿Y qué andaban haciendo Vds. por allá?... ¡Paseando no ha de haber sido!

— No. Anduvimos cazando lobos que hay en enjambres y pescando ballenas. Hicimos un acopio bárbaro. El contramaestre Blacker, me dijo que el cargamento — que venía aceite, barbas, cueros y ámbar gris, sacada del hígado de los cachalotes — valía más de cien mil pesos oro.

En ese momento alcé la vista y miré hácia proa.

Pasarán los años y jamás veré espectáculo semejante al que se presentó anté mis ojos: no hay fuente luminosa, no hay arco-iris, no hay sueño de la imaginación más exaltada, que pueda compararse con aquella realidad que presentan las costas abruptas al derramar sobre el mar cascadas de topacios, de esmeraldas y de rubíes. Se hace uno la ilusión de verlas brotar de sus entrañas, que relumbran como si fueran de nácar.

Arriba, allá atrás, alzando sólo su cabeza nevada, se levanta el Monte Sarmiento con sus trés picos desiguales y blancos, que desprende hácia el mar verdaderas llanuras de hielo, á las que el ojo no les vé fin, pués se confunden sus limites con las brumas que velan la cima de las montañas lejanas, esfumándose en lontananza. Abajo, se vén diseminados los islotes que forman el Laberinto y que pa-