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CRÓQUIS FUEGUINOS

se internaba en el mar y sobre cuya extremidad las ólas, impulsadas por el viento y la corriente encontrada, formaban un remolino rugiente.

Allá, léjos, tronaba el mar bravío y yo con Smith y La Avutarda determinamos irlo á vér en su siniestra belleza, desde la ladera de un cerro que se alzaba hácia el centro y en cuya cara opuesta al mar, llevaban una vida de lucha constante algunos pequeños arbustos, cuyo tronco rugoso indicaba bien á las claras que, aunque enanos, pertenecían por su tenacidad á raza de gigantes.

Todos presentaban el mismo carácter: las ramas se desarrollaban, bajo el castigo del rasante sudoeste en la cara opuesta á éste y noté algunos cuya copa en véz de ser redonda, formaba un ángulo recto con el tronco.

Desembarcamos en un breñál áspero, casi cortado á pico y ayudándonos con las manos y los piés, alcanzamos una pequeña meseta que barría el vendabál y que parecla bruñida:

— ¡Vea, qué plumero el del sudoeste!... Se podría desafiar á la patrona más puntillosa á que encontrara aquí un grano de polvo. ¿eh?...

Efectivamente. Las piedras mostraban su esqueleto descarnado en la más horrible desnudez.

El ojo podía recrearse estudiando las líneas, trazadas como con regla, que formaban las aristas de los peiñascos semejando obeliscos, columnas tronchadas, pirámides caprichosas, minaretes, torres de castillos fantásticos —podía seguir las vetas claras del cuarzo ó de la mica brillante y escamosa, que se entrecruzaban sobre el granito rojizo, formando arabescos y geroglíficos indescifrables; pero no hallaría un reborde débil, un corte sutil que diera idea de delicadeza: la superficie pulimentada era la expresión genuina de la fuera soberana, del vigor acentuado, de lo claro de lo neto.