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EN EL MAR AUSTRÁL

Allí, no era la mano de Diós la que había modelado, deleitándose con las resultantes de la armonía, sinó el brazo poderoso de Plutón, complacido en el desórden y en el contraste chocante.

Llegamos al cerro que anhelábamos, después de una brega fatigosa de que nuestras ropas y calzados conservaban muestras tangibles.

Con las manos y las rodillas ensangrentadas á fuerza de agarrarnos á las piedras ásperas —yá para no despeñarnos á un hoyo profundo, como tajado al pié de un picacho escarpado, yá para defendernos del ímpetu del viento que batía furioso y parecía querer arrebatarnos para agregar con nuestros ayes quejumbrosos, al estrellarnos contra algún acantilado, nuevas notas á la música monótona de sus silbidos estridentes— nos sentamos en un reborde y tendimos la vista sobre el Océano que tronaba y mujía, lanzando espumarajos de rábia impoténte, al estrellarse contra la costa fragosa que podía carcomer lentamente, pero no arrollar, como parecía desearlo.

A un lado, allá, entre brumas azuladas, se veía la costa de la península de Brecknock, alta, tajada sobre el mar como enorme muralla, recortada aquí, dentada allí, pero no mostrando lineas definidas en parte alguna y semejando un gran gusano peludo, replegado sobre sí mismo, que presentara al mar su superficie rugosa y achicharrada; más acá, las roquerías negras, batidas por las ólas con estrépito, paradero de los petreles y de los alciones que las recorren en silencio; y, abajo nuestro, hácia la derecha, un enjambre de islotes blancos de espuma, que parecen fragmentos del continente arrancados por el viento que silba y arrojados sobre el mar encrespado que descarga intermitente sobre la costa, la artillería de su oleaje incansable.

— ¡Qué cosa bárbara!