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EN EL SIGLO XXX.

hubiera tanto advenedizo, venido quién sabe de dónde, nuestra sociedad no habría descendido tanto!¿ Y es eso lo que tanto admiran ustedes? Una sociedad de apariencias, compuesta de fortunas ganadas con el sudor de la frente... del favoritismo? ¡Vamos! Ustedes se están chanceando.!—dijo uno de los jóvenes del grupo, muy satisfecho do su perorata.

—Amigo Liberto, usted exagera. No es tan malo el león como le pintan,—añadió otro.

—La prueba la tiene usted, que le han elegido diputado,—murmuró un tercero.

—Eso pertenece á los intereses privados,—contestó Liberto. —Y hablando claramente, sirvo al pueblo y no á partido alguno¡Pongamos las cosas en su lugar!

Y les encareció que cambiaran de conversación. Aquellas damas de pelo corto, sombreros monumentales, vestidos dibujando provocativamente las formas, no esperaron que lo repitiera. Justamente era lo que buscaban.La política les parecía algo en extremo árido, si bien sus consortes que andaban paseando, quién sabe por dónde, no hacían otra cosa: siempre fuera de sus casas, donde los ministros concurrían á formar tertulia, entre diputados y senadores, aunque éstos eran los menos. No importaba que este ministro fuera un cínico ó aquel otro un sin vergüenza: eran ministros y carta blanca tenían en todas partes. Antiguamente, decían, que se calentaba el agua para que otros tomasen el mate. Y así acontecía, en las barbas de todo el mundo. La libertad... era constitucional. Al derecho de conquista... ¿que derecho de gentes lo había desterrado? La propiedad, ¿no era un robo? ¡Pobres mujeres!