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EN EL SIGLO XXX.

—¿Las has hecho pasar á mi gabinete de recibo?—la preguntó.

—Sí, señora; allí esperan,—la contestó Confianza.

Y Parelia, sin cuidarse del estado de sus vestidos ni del traje de sus niños, precedida de éstos se dirigió al saloncito. Cuando penetró, las dos aristocráticas damas, se ocupaban, desde sus butacas de peluche, en hacer el crítico inventario del mueblaje, tapicerías y cortinajes que lo adornaban y confortaban. Nada había allí, para ellas, que valiera un comino. Todo era vulgar, de poco gusto, antigu" fuera de moda y de lugar, en semejante melange de cosas sin mérito de ninguna especie. Lo único que se podía mirar era un bronce imitando una «Guaranga del XIX» y unas estatuitas de mármol ó porcelana de Pantagonópolis que, según creían, representaban el grupo sentimental del «Pavo de Virginia», verdaderas obras de artes dignas de figurar en sus espléndidos y distinguidos salones. Pero cuando notaron la presencia de Parelia, guardaron silencio, y se pusieron de pie. La que más había criticado aquel hermoso y sencillo gabinete, avanzó hacía ella con la sonrisa en los labios y los brazos abiertos, la estrechó fuertemente, la besó repetidas veces y luego le presentó á su compañera, su amiga íntima, la señorita Virginia Honduras.

Después de mil exagerados cumplidos de la quinta esencia de la galantería moderna, de las preguntas más afectuosas, de los ofrecimientos más sinceros y de las vagas ó indiferentes contestaciones de Parelia,— recién entónces, la dama que se titulaba su amiga querida de la infancia, se fijó en la presencia de los dos niños. ¡Por Dios! tenerlos en casa y no en la escuela! Era ese un