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EN EL SIGLO XXX.

poder de sus lenguas y su temple de alma, la prodigaban en momentos en que Parelia ya olvidada de la entrevista, continuaba su tarea interrumpida, con gran contento y alegría de los dos pequeñuelos. Después de una hora,—justamente en momentos que terminaba su curao elemental de pedagogía,—entraban Andros y Filos. Volvían de una comisión de la hermana de este último, pedida por el telefonógrafo aquella mañana. Sus rostros rebosaban contento y felicidad, pues la comisión les había salido á las mil maravillas, cosa que, por otra parte, no esperaban. En seguida, Evalinda, que comía una golosina de las que les había traído su papá, le dijo que dos señoras muy bonitas habían estado con su mamá hacía poco rato.

—Si, papá, dos señoras que se guiñaban el ojo cuando mamá no las miraba,—agregó Adamiro, chupándose los dedos, gustando su parte de confitura.

Entónces Parelia les narró la entrevista con todos los incidentes. La llamada Ventura la conocían. Era aquella hijita del almacenero que en otro tiempo les proveía de comestibles,—aquella niña que solía pedir permiso para cortar algunas flores, que jugó algunas veces con ella y más de una la rompió sus juguetes, de envidia, con sus manecitas de hierro, siempre sucias. ¿Cómo no se iban á acordar? Pero que con el andar de los años había llegado á ser una rica heredera. Su padre habría sido director de Banco y quién sabe si diputado ó senador, si no hubiera muerto...! ¿Niña ayer, convertida ahora en mujer, en dama casada con uno de los sujetos de la moda,—soñaador de puestos espectables á cualquier precio,—señora aristocrática. Presidenta de la