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LA INFANCIA DE EDGAR POE.

Era muy travieso. Su amor á las aventuras lo llevó varias veces á peligrosas calaveradas, que le costaban caras, en seguida que Mr. Allan las conocía. Tenía una disposición natural á la libertad y no soportaba el yugo de las restricciones paternales, sino á condición de romperlo cuando se le antojaba.

Esta impetuosidad y salvaje amor de su autonomía, unido á los mimos y condescendencias extraordinarias de que era objeto por parte de los esposos Allan, lo hacían muy desobediente. No tenía miedo alguno á su padre adoptivo, á pesar de los severos castigos que le imponía á menudo. Semejante al altivo potro de nuestras pampas, se doblegaba sin estallar de cólera, más por docilidad, que por bajo sentimiento medroso. Y la prueba de esto es que conservaba siempre su libertad absoluta, atropellando por todas las conveniencias, cuando sentía ansia de beber aire libre á plenas bocanadas.

Mr. Allan no tenía valor para anonadarlo con algún castigo terrible. Los rasgos de increíble inteligencia, de maravidosa destreza que el niño ponía en obra á cada paso, lo desarmaban.

Una vez, á causa de una desobediencia inexcusable, Mr. Allan iba á castigarlo. El pequeño Poe, después de tentar inútilmente, con su madrastra una salvación cualquiera, quedó un instante pensativo. Luego, como herido de una idea repentina, se fué al jardín, cogió un manojo de ramas, volvió con ellas, y se las presentó en silencio á Mr. Allan, que se paseaba en su cuarto, con un ceño terrible.

— ¿Para qué es esto? le preguntó aquél.