hombre jóven, fuerte y gallardo, le dió un encontrón. El cuerpo endeble del viejo bamboleó hasta perder el equilibrio. Iba á caer cuando una mano robusta lo sostuvo. Dos rostros se encontraron en este momento: el del mendigo, macilento y triste, y el del jóven fuerte y gallardo, fresco y sereno.
La apacible atmósfera de la tarde permitió que, á la distancia, se escuchara sin dificultad este diálogo, tan rápido como trágico, sostenido entre aquellos dos hombres:
—¡Hijo! dijo el viejo, asiéndose con fuerzas al cuerpo robusto.
—¡Mientes! contestó el jóven, sosteniéndole aun; yo soy hijo de ella, la mártir. Tú, no dejas descendencia.
Aquí pudo verse que el jóven, fuerte y gallardo, sacó de su cartera un billete y lo introdujo en un agujero del levitón del mendigo.
Y sin pronunciar más palabras continuó andando.