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ALBERTO GHIRALDO

El vapor que debía conducir á Luisa á Río de Janeiro tenía fijada su partida para las seis de la tarde. Recién una hora después. Antonio estaría en su casa. Había tiempo suficiente pará huir á mansalva. El golpe estaba perfectamente calculado. Hasta el pasaje, por lo que pudiera acontecer, estaba tomado bajo nombre supuesto. Aquello era un crimen—¡bien lo comprendía ella!— con premeditación y alevosía. Pero Luisa estaba en su ley, era lógica consigo misma. Lo que hacia estaba bien hecho.

Un momento antes de salir á la calle para encaminarse á bordo ocurrió algo imprevisto. El hermano de Antonio llegó en su busca. Solía quedarse á comer, y el pensar en ésto la contrariaba visiblemente.

Tratando de disimular, Luisa le dijo que su amante estaba ausente, en viaje á un punto cercano, del que no regresaría hasta el próximo día. En cuanto á ella, tenía que partir en el acto, á cumplir un encargo que él la hiciera. De este modo salvaba la dificultad sin dejar tras-