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ALBERTO GHIRALDO

estará enferma, piensa. Pero si así fuera, Juanita, la muchacha de servicio, se habría quedado esa noche. No puede ser. Y una sombra nubla su frente.

Ahora apela á sus fuerzas. El abrirá la puerta; ¡ya lo creo! Pone el hombro á la altura de la cerradura, se encoge bien, y el haz de músculos, todo el cuerpo, empujan. Cruje la falleba, salta un tornillo y el pedazo de hierro, que ajusta el pasador, se tuerce. Aun otro esfuerzo, y la puerta, con el empellón brutal, vá á estrellarse contra la pared que se hunde.

Diana lo abalanza. Parece que no quisiera dejarlo entrar sin explicarle algo. El la hace á un lado y sigue. No hay luces en ninguna parte. Vá al dormitorio. Ahora grita:

—¡Luisa! ¡Luisa!

Nadie le responde. Diana signe abalanzándolo. Está loca. Va á morderlo Se ha enfurecido.

El corre á su escritorio. Allí hay dos líneas de Luisa, escritas al partir, sobre un papel de oficio, en letras muy gran-