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ALBERTO GHIRALDO

porque te consideras prematuramente vencido.

—Eso es prejuzgar, no te lo admito. Pero no te irrites. Acepto el singular reto á que me provocas, y te emplazo delante de estos testigos. Impónme tus condiciones.

—¡Qué! ¿Te asombras? continuó. Yó, bien lo sabes, no soy de los que rinden su homenaje en el salón, albergue de vanidades bien vestidas, seres inócuos, vácuos, muñecas pretenciosas y nécias, producto morboso de una clase social constituida sobre bases absolutamente falsas, que viven sólo para engañarse mutuamente, en un medio miasmático, rodeado de llagas que son cubiertas con el solo propósito de no presenciar la supuración, pero que no han sido, que no serán nunca curadas...

¡Ay! ¡Ese mundo que te encanta; esas mujeres que no caen sino calculadamente! Claro: son incapaces para el amor, impotentes para el bien como para el mal—organismos amorfos—síntesis triste de una pobre raza.

—No digas tonterías, insulso sociólogo;