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ALBERTO GHIRALDO

tremo de hacerle olvidar, por un momento, la gravedad de su situación á la que recién daba toda la importancia que en realidad tenía.

Habían pasado algunos minutos, que para Cárlos fueron una eternidad, cuando sintió leve rumor de pasos. Se abrió el portier de brocato: era ella.

Cárlos se puso de pié.

—Señora...

—Caballero...

Y la dama le indicó un asiento con ademán cortés pero dominante.

Cárlos iba á hablar y,—lo que jamás le había acontecido delante de ninguna otra mujer,—sintió que las palabras luchaban por salir de sus lábios.

La señora de X, con su voz dulce y llena de naturalidad, comenzó así:

—Ha accedido Vd. á un pedido mío; crea en mi gratitud. Ahora voy á solicitarle algo que, dada su caballerosidad, en la que quiero creer, espero no ha de negarme.

Carlos pronunció una frase vulgar de galantería.

Ella prosiguió: