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ALBERTO GHIRALDO

que habían quedado temblando en las oscuras pestañas.

Y cuando el cadáver del marido de Alicia, llevado á pulso por deudos y amigos, atravesaba el patio de la inmensa casa, ella no exhaló un solo grito, no prorrumpió en una sola queja.

II

Era un desper tar brumoso. De lo alto parecía descender una melancolía infinita. Era uno de esos días grises en que el alma sufre; en que el cielo está triste, la tierra está triste y el hombre está triste.

Paso á paso el cortejo avanzaba. El patio inmenso no acababa nunca.

En el pequeño vestíbulo hubo que hacer una pausa. Varias plantas, colocadas en macetones de piedra, impedían el paso del ancho y pesado féretro.