Enrique estaba en lo alto de la escalera que daba acceso al zaguán, allí agachado, junto á la puerta, revolver en mano. Las señoras, que habían oído la conversación de los soldados en la choza, habían subido á lo lejos del tejado y estaban echadas sobre las tejas, en el borde, aferradas nerviosamente allí, dispuestas á desprenderse al suelo de la calle desde lo alto antes de entregarse á los bolivianos, si llegaban á subir hasta allí.
—¿Y Enrique? ¿si habrá huído?—dijo Clara.
—Lo dudo.
—Entonces le van á matar, si no le han matado ya.
Los bolivianos seguían registrando minuciosamente el piso bajo de la choza; luego subieron al segundo y, desalentados, se disponían á ascender por la escalerilla del zaguán, con la love esperanza de cogerles allí.
— ¿Subimos?
—¡Arriba!—gritó el sargento.
Y subieron. Pero de pronto sonó un tiro y un soldado cayó.
—¡Tendréis que matarme antes á mí, que soy un patriota peruano!
Los bolivianos hicieron fuego: Enrique quedó herido; pero siguió disparando con el revolver, y dejando á cada tiro, un enemigo fuera de combate. Hasta que otro balazo le hizo caer.