za de la Maldonado, encendiera lujuria desapoderada en la tenebrosa alma de uno de los oficiales de la guarnición, do tal suerte, que éste, viéndose despreciado, y aun odiado por aquélla, á causa de la persecusión de que la hacía objeto y de la no menos sañuda con que atribulaba á su amante, hubo de procurar y lograr la desaparición de ésto, primero, y su muerte alevosa, después.
No eran tiempos aquellos, los más abonados para que los elementos populares se revolvieran contra estos excesos de la tiranía, El yugo que por entonces se les imponía por los gobernantes de las colonias, era tan duro y estaba tan poderosamente salvaguardiado, que no podía la fuerza popular, por falta de cohesión, inteligencia y dirección briosa, romperlo, ni siquiera quebrantarlo. Rugió de cólera el pueblo, ante la villanía, ante el asesinato impune; en lo íntimo de los hogares, apretábanse los puños amenazantes, articulábanse sordos gritos de venganza, y entre sollozos que inspiraba la piedad por la víctima y las congojas que determinaba la ira, maldecíase al verdugo y se juraba la represalia.
El dolor que sintió en su corazón la Maldonado, fué dolor de muerte, algo así como si hubieran desgarrado sus entrañas. Habían traidoramente matado á su amante; éste ya no existía, en el mundo de los vivos, pero alenta
